lunes, enero 24, 2011
No sé cuantos años tengo, sólo que estoy aprendiendo a andar. Las fotos están en blanco y negro, llevo un vestido de muñequita y el pelo anaranjado en rizos finos. Sé que mi madre sonríe mientras agarra la correa que impide que me dé de lleno contra las baldosas de la calle. A pesar de eso, justo antes de que mi padre nos  fotografíe me suelto y acabo con toda la cara llena de costras al cabo del tiempo. Lloro lo justo, se me pasa el dolor en unos minutos. Porque no estoy sola, mi madre me lleva, mamá no deja de sonreír y eso me calma, es el mejor parche para las heridas. Tiene el pelo largo, larguísimo, y está preciosa. Me acuerdo de ese retrato que nos hizo un hippie de la playa, cerca de casa, estuvo años colgado en la entrada de todas nuestras viviendas. Ahora lo ha guardado en el garaje, las fotografías están en uno de los armarios altos. Sólo hay álbumes de cuando era un bebé manejable. No nos abrazamos desde que tenía once años y metió una oración en mi monedero para que nuestro avión volase seguro. Antes del declive, cuando todo seguía su curso, mi vida su esquema y ella no tenía que ir al psiquiatra. Parece que han pasado milenios desde mi ataque de rebeldía y los sucesivos tratamientos para el insomnio y la tristeza distorsionadora. También me acuerdo del ataque de ansiedad, montados en el coche a las cinco de la mañana, rumbo a un hospital. De las cajas de prozac y los días enteros que pasaba sin salir del dormitorio mientras mi hermano y yo nos peleábamos y mi padre dormía en el sofá. Las campanitas y los muñecos apilados a mi alrededor para que me dignase a comer. Cuando me enseñó a leer durante el verano. La última vez que me dio una bofetada y la frené, consiguiendo el apocalipsis. Todas las maletas que ha hecho, la puerta rota de la cocina, los libros que me ha regalado. Las dos semanas de fiebre con termómetro y bizcocho de limón. Cuando llamaba al teléfono público del colegio inglés y lloraba porque me echaba de menos. El vestido de Scarlett O'Hara que cosió en un mes. Su ropa de verano, la ropa de la felicidad, ella después de la peluquería o enfrascada en un libro de historia. La hemorragia uterina que casi le costó la vida cuando aparecí.
martes, enero 18, 2011
La urbe respira en convulsión. Con el armario de par en par y la televisión a todo volumen, Muriel abrillanta la pistola entre la suavidad del edredón. A las afueras Naomi observa las nuevas arrugas en el espejo antes de prender fuego a las fotos de su hija prófuga. El pez gordo Sommer disfruta de su elevado peso corporal mientras saborea los bombones que ha traído su protegida con motivo del setenta cumpleaños. Las flores secas que están colocadas en la lápida donde descansa el arriesgado camarero del Forbidden Paradise crepitan y vacilan contra el flujo de aire granulado hasta salirse del jarrón. El enmascarado ha sacado medio cuerpo al exterior, pero esta vez se siente impotente para concentrarse en la decadencia que avanza como un corredor profesional. Candace, indecisa, se deshace del carmín de los labios antes de salir a disfrutar sin permiso. Sí, vuelta de reloj. Pistola en uno de los bolsillos, ropa discreta, peluca castaña y rizada, arroja la rubia al cubo de la basura. Las lágrimas de la cuarentona empañan la gruesa capa de maquillaje y da al traste con la impresión de eterna juventud. Se acaban las delicias de chocolate, el pekinés duerme sobre el cojín y no hay nada en la televisión, le atenaza el temido sentimiento de soledad. El vierto perturba a los muertos, es capaz de hacer trizas el recipiente contra la hierba seca. Señor X, amparado por una espesa culpabilidad enciende un cigarro y aspira con toda su alma. Candace camina con los muslos al aire y el cabreo entre las piernas, no piensa volver esta noche. Espera un poquito más y ya es la hora. Muriel termina de abrocharse las botas y sale en un suspiro, atravesando plantas y portal como una completa sombra silenciosa. La calle la recibe con el sonido apremiante del teléfono móvil, ya va algo tarde así que pone en marcha sus músculos ateridos de pereza. Naomi piensa en cuando Muriel tenía siete años y no quiso ir al zoo porque le parecía demasiado infantil, deja de pensar, arroja el espejo contra el suelo y se tumba en la cama, es una maldita vieja. Recostado en el sofá el corrupto marca, éso le sentará bien "¿Va todo bien, pequeñita?" Candace se para un momento, cree reconocer a esa presencia femenina que la ha azotado a mitad de la carrera. El héroe tiene los ojos cerrados y se embebe en el ruido, hace tanto tiempo que no puede descansar. Muriel cruza el paso de peatones, está en la frontera del bien y del mal, sólo es necesario que ponga el pie en el callejón decisivo "Sommer eres tú, pensaba que se trataba de otro encargo. Estoy en camino. Iré a tomar el té pronto, claro, todos los dulces que quieras." Todas las flores vuelan en un bucle misterioso en ese momento, puede tratarse de una de esas claras señales de fin de transición, de ciclo. De cambio. Cambio de carril para Muriel mientras su madre acaba por dormirse tras chutarse unos cuantos anti depresivos de receta personal, Candace aviva el ingenio y halla la respuesta así que se convierte en miembro activo del proceso. Cuando está a cincuenta segundos del local elegido, su bota decide quedar atrapada en un surco de adoquines y se precipita contra el suelo. Las manos reciben el crujido y la sangre, la adolescente se esconde y se muerde los labios, el mafioso se relaja pensando que ella siempre será como una nieta-hija, pase lo que pase. Muriel contiene el dolor incordiante y mira hacia arriba instintivamente. Él abre los ojos justo en ese instante, y lo que observa le hace apretar el antifaz con emoción. No hay peluca, se reconocen, la luz del dormitorio se apaga súbitamente. Ella no trata de levantarse, escucha pasos apresurados sobre una escalera a través de la puerta de entrada al edificio. Comienza.
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