miércoles, febrero 10, 2010
Aquel balcón era estrecho, el suelo crujía incrementando cada tarde el catálogo de grietas espluznantes, y captaba el humo tóxico de alguna chimeneas de edificios cercanos. A pesar de todo eso ella siempre dirigía la marcha de sus pies deformados hacia allí y se aposentaba para jugarlo todo con una muerte segura poco profesional. Era una posición estratégica, agarrada a la baranda oxidada tenía acceso visual a toda esa magnífica inmundicia soñadora.
Caía la noche y todas las luces de locales y fiestas explotaban como luciérnagas alucinógenas. El ruido de la risa, el exceso y la vida efímera florecientre penetraba cada alma, incluso la suya. Más de diez horas danzando al son del festivalero apocalipsis de la moral.
Pero ella, sin duda, prefería el barrio corrupto justo tras el amanecer. El silencio terminaba de vaciar las botellas de absenta, los desperdicios eran la metáfora de almas. Ni siquiera las ratas perturbaban el descanso, se tambaleaban con una dulce sobredosis por el desenfreno.
La chica olvidaba entonces sus ojos amoratados por el maquillaje agresivo, las puñaladas que asestaba a su cintura el corsé, el himen vendido al mejor postor y la inexistencia de un futuro de progreso. Durante las mañanas en Monmartre, si cerraba los ojos, podía oler un trazo de inocencia

0 pildoras alucinógenas:

| Top ↑ |