sábado, febrero 20, 2010
Cerró con violencia la puerta de su cuarto, que ya se encontraba casi arrancada de las bisagras por los contínuos arranques de ira que le proporcionaba la vida. Miró al techo, el único punto de aquel hervidero de frustración y desorden que se mantenía en una envidiable paz color blanco roto. Quería mandar todo a la mierda, como solía hacer siempre en ocasiones que rebasaban su límite de paciencia.
Decir varias veces "vete a la mierda, métetelo por el culo..." dedicado a múltiples destinatarios. Se llevó las manos a la garganta, se había quedado totalmente afónica, el fuego trepador quemó sus cuerdas vocales.
Miró sus dedos crispados, abrió el contenedor de monstruos a los que nunca temió y sacó una funda en la que relucían parches heredados. Bajó la cremallera como lo haría un maltratador desvistiendo a su mujer tras una fiesta deplorable. Apartó la ropa y la desgana apática de su cama, se sentó sobre el colchón tintado de rotuladores y colocó la guitarra sobre sus muslos. Entre la cuarta y sexta cuerda, una púa prendida y marcada por los dientes de leche de un bebé enfurecido. Los suyos.
Sacó a Louie de su cabeza caótica, a los buenos e hipócritas modales, a las súplicas de su madre. El primer acorde fue precipitado y cayó con un estruendo poco melódico. Luego pudo relajar la postura de sus hombros y soltar todo el aire hirviendo que inflaba sus pulmones. Dos lágrimas turbias se enredaron en la madera del instrumento acústico. Tres minutos, cuatro a lo sumo, y dejaría de ser por un momento la rebelde inaguantable.
Solamente una adolescente delgada, compunguida, que susurra entre hipidos "Great balls of fire" y se acuerda de su padre muerto. 

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