viernes, noviembre 27, 2009
La niña escribía con tinta de limón maduro en las cuatro paredes que la rodeaban antes de perder la consciente, de arriba a abajo, al revés, en diagonal, mayúscula, minúscula, con exclamaciones... Dejaba oculto todo lo que verdaderamente sentía y opinaba. Palabras que, en este mundo aparentemente sobrio e incorruptible, estarían fuera de lugar.
El niño robó tres cerilla, una a una, y se hizo con una caja en el suelo de un bar clausurado. Prendió fuego a la habitación con ella dentro, mientras la niña escondía el último fruto del limonero raquítico.
Por un momento, mientras las llamas deshacían las colchas, los juguetes y sus zapatos de viaje, fueron apareciendo todas las confesiones ocultas. Descubrió el mecanismo, casi se arrepintió de hacerlo al leer las desesperadas peticiones de auxilio allí documentadas, en color marron rojizo.
Casi, porque ya había cerrado la puerta y bajado a trompicones la montaña de escalera, mientras se limpiaba las manos teñidas de oscuro cerilla en su uniforme escolar.

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