domingo, noviembre 01, 2009
Se había mandado construir un muro separatorio, simplemente por protección necesaria. En una cara mostraba enredaderas floreadas con sus entrecruzamientos cariñosos, la otra destilaba tinta de las numerosas pinturas tanto amenazadoras como patéticas.
Ambas eran la representación de cada mitad. Todo lo regía el orden de la clasificación. Media ciudad había sido bendecida por los hilos de Dios, la otra pedía auxilio en su caída al angosto precipicio.
En una se escuchaba música, se reía, se observaba con atención y entretenimiento al cambio y la variedad de colores en el cielo. Se vivía porque se elegía y era una experiencia inolvidable. En la otra cada paso hacia la madurez o la tumba constituía una herida abierta en un trozo de carne plagado de nervios eléctricos. Las escasas manifestaciones astísticas eran un canto a una misericordiosa eutanasia. A la luz todo era espléndido, las relaciones iban dejando crecer sus brotes como gotas de agua se infiltran en un tejido poroso. Bajo la oscuridad se sucedían crímenes cada vez más perversos y retorcidos, evolución en pirámides contrapuestas.
Hasta que en uno de los cerebros concebidos para aguantar lo indecible germinó el inconformismo como un latigazo contundente.
La chica desgraciada se acercó al muro, lo miró desafiante, lanzó unas cuantas piedras con rabia y después se decidió por completo. Acarreró cubos de pintura reseca, de tonos mortecinos, construyó una caótica torre y confiando en la posible inexistencia del destino se encaramó a ella.
Un golpe de suerte, una oración hacia el lado equivocado, fue capaz de llegar a la cima y contemplar los dos mundos. Luego gritó incoherencias y alguien le respondió. Un chico, perfumado, peinado, vestido siguiendo una armonía innata. Sonrió, ella enmudeció. Y el muro pareció resquebrajarse.

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