sábado, noviembre 14, 2009
La ventana norte.
Pequeña, escondida entre cortinajes para frenar el impulso de la curiosidad, atascada.
Pero ella tenía mucho tiempo que malgastar, la descubrió, tiró la espesa tela plagada de organismos victorianos. El segundo día robó la fuerza de un trozo de pastel de fresa atemporal y pudo abrirla. Ni siquiera se felicitó por el logro, no pensaba que fuese a encontrar nada fuera de lo normal.
Podría decirse que acertó en su sospecha, el paisaje era exactamente igual, incluso resultaba algo incómodo tener que sostenerse en las puntas de los pies contraídos e introducir la cabeza para respirar el aire. Frío, despótico, la sombra. El musgo en los marcos, las huellas imborrables de la lluvia que se había quedado con el color oscuro de la madera. Pero quedaba algo inmaterial, espiritual y misterioso. Algo que quizá emanaba de ella misma y su actitud de escape.
Entonces fue cuando empezó a subir, a hacer un hueco a su cuerpo y a fumar a través de esa ventana. Era su perfecta salida. Le prohibieron ese vicio relajante, el de inhalar humo condimentado.
Allí era posible, pues si desaparecía por espacio de quince minutos nadie llegaría a enervarse. Era su trozo de exterior, gritaba mentalmente, escupía, lanzaba lágrimas e imporperios, se dedicaba a pensar qué haría realmente fuera de esa casa. Represora, anuladora de todo indicio de personalidad definida. Lejos del ambiente en que el amor era directamente proporcional a la dureza de sentimientos. Atisbos inconclusos y estricta rutina en la que nada podía moverse o pestañear sin consentimiento.
Un regalo, o una trampa. ¿Qué mas daba eso? Ella, a cada momento se dejaba escapar. Un brazo, una pierna, los labios. Todo figurado, pero asomada a la ventana norte, a cualquier hora, la libertad construía sus mansiones endebles con cada vez más precisión.

0 pildoras alucinógenas:

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