jueves, diciembre 10, 2009
Cierra los ojos. Vuelven a hablar sobre el hábitat natural de los ornitorrincos, mencionan la influencia provechosa del clima oceánico sobre los cultivos, rezan para augurar unos buenos resultados académicos.
Coloca la mano derecha sobre el radiador, quema con esa pulsión helada que precede a las ampollas. Conjura unos ojos libidinosos tras unas gafas anodinas, los trajes estrictos y los dedos que tiemblan cada vez que el deseo lo deja en evidencia a partir de signos físicos.
Lame las palabras redundantes y las transforma en peticiones impuras, y los trazos realizados en la pizarra en caricias que toman sus muslos. En azotes.
Los pasos son embestidas, la cabalga, contra esa misma caldera hogareña.
Lo mira, exhala y un botón programado se libera de su respectivo hojal. En primera fila, fingiendo con todas las de la ley ser la alumna excepcional.
Mientras el profesor se descoloca, lanza una mirada desesperada al crucifijo que flaquea en la pared desnuda y agujereada. Y los ornitorrincos flotan entre aguas de pantano estancadas, y las tempestades no requeridas estallan provocando daños irreparables.
Imprevistas y caprichosas.

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